lunes, 28 de marzo de 2011

Perdida

Es la de los osetes, la que compré el año pasado en el Chino de al lado del Telepizza de Cuenca. La misma almohada que ha hecho feliz a tantos visitantes de nuestro piso con su modesta pero imprescindible misión de amortiguar la caída del cuello en unos casos, el efecto riñones flotantes o del bullate pesado en otros. Nunca se quejó de nada la pobre y ahora es la misma pero diferente. Todo ocurrió de la manera más inocente.

Pensé que era buena idea que, tras meses (años) de servicio leal, recibiera un bañito, que ya iba siendo hora. Así que la vacié de su relleno, una mezcla de fibras extrañas que le dan su inconfundible volumen, y la metí a la lavadora con otros compañeros de correrías menos gratos (pillines calzons, vamos). Cuando saqué todo y lo tendí se produjo el extravío. Me olvidé de ella. En serio. Sólo días después caí en la cuenta de que no sabía dónde estaba.

Busqué y busqué en los lugares comunes donde dejo la ropa recién lavada (cualquier sitio) siguiendo su olor a suavizante jabón de Marsella o en su defecto a talco, que también huele bastante bien dentro del modesto catálogo de aromas de la oferta del Mercadona. Nada. Me empecé a preocupar. Llamé a la tienda de los chinos donde la adquirí a ver si había vuelto a su hogar. Agua. Entonces la vi.

Una esquinita de ella en la que se veía un trozo de la pelota con las que juegan los ositos que la adornan asomaba por un cajón de mi habitación. Lo abrí y descubrí el pastel. Como si se trataran de los barrotes de una cárcel, mi ropa interior impedía que se moviera e incluso que viera la poca luz que se colaba por el hueco entre cajón y cajón. La liberé y, después de los emocionados abrazos y cariñitos, me encaré a mis calzons. En seguida cejaron su actitud chulesca, esa actitud que se adquiere de tenerme todos los días cogido por los huevos, y me lo explicaron. “Ya no nos haces caso, los celos nos corroen. Estamos pegados a ti pero es ella la que ocupa tu corazón. Por eso decidimos secuestrarla”.

Devolví a la almohada a su lugar privilegiado, entre los ordenadores portátiles del salón, y regresé al cajón de los calzons. “Somos todos una gran familia, cada miembro es importante para los demás. La almohada incluso me pregunta por vosotros a veces. ¿Llevas cómodo el paquetín, cariño?, me dice. Espero que lo entendáis y que a partir de ahora convivamos todos en armonía”. Los calzons, visiblemente afectados, fueron estando de acuerdo uno a uno con un movimiento arriba-debajo de su etiqueta, desde los recién llegados de mercadillo del pueblo hasta los antiguos de marca, de cuando tenía trabajo. Todos quedaron expectantes ante la reacción del último, el más veterano, el que ya no usaba pero me daba pena tirar, un abanderado de los blancos con dos rayas, tipo padre. El anciano cerró los ojos y asintió. La Paz reinaba otra vez en la casa de los EWL.


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