Como las películas de después de comer de A3 (nuestras favoritas), este relato está basado en un hecho real.
Los conciertos son realmente imprevisibles. Y no me refiero a esas pequeñas incidencias controladas que siempre ocurren, sino a hechos incontrolables o, directamente, surrealistas.
Estábamos tocando en un sitio bastante majo aunque con ciertos imprevistos. Yo ya había tirado el micrófono al suelo, lo cual había irritado al técnico de la sala, y la gente que nos veía era carne de cubatas y pachangueo para mover el bullate latino, ya que nos habíamos pasado de la hora y las puertas estaban abiertas al público en general. Las caras de extrañeza al vernos sobre la tarima eran chonis. Sí, hay diferencia entre quien te mira con un rictus de “pobrecicos”, desde el lado pop de la vida, y el que proyecta una mezcla entre odio y burla, chonis faces, ya os digo. En esta tesitura nos encontrábamos cuando al comienzo de una canción poso la mirada al final de la sala, hacia unos bultos brillantes que habían llamado mi atención y que había visto por el rabillo del ojo.
Y allí estaban. Cinco culos cinco en pompa y carne, en fila, como dispuestos a ser parte del chiste del Apelo XIII. Pero lo más turbador, claro, es que se trataban de bullates femeninos, lo cual hacía extraña la visión, despojada de los pelazos y matojos propios de la situación. Ciertamente, hacían honor a su nombre. Cinco calvos como cinco soles.
Aguantando la risa aparté la mirada y seguí con lo mío, intentar afinar alguna nota que otra de vez en cuando. Cuando acabó el concierto intenté reconocer a las propietarias de los mofletes que había divisado, pero claro, me fue imposible. Por mucho que les explicara la situación, ninguna chica del local me dejó inspeccionarle el culo.
Los conciertos son realmente imprevisibles. Y no me refiero a esas pequeñas incidencias controladas que siempre ocurren, sino a hechos incontrolables o, directamente, surrealistas.
Estábamos tocando en un sitio bastante majo aunque con ciertos imprevistos. Yo ya había tirado el micrófono al suelo, lo cual había irritado al técnico de la sala, y la gente que nos veía era carne de cubatas y pachangueo para mover el bullate latino, ya que nos habíamos pasado de la hora y las puertas estaban abiertas al público en general. Las caras de extrañeza al vernos sobre la tarima eran chonis. Sí, hay diferencia entre quien te mira con un rictus de “pobrecicos”, desde el lado pop de la vida, y el que proyecta una mezcla entre odio y burla, chonis faces, ya os digo. En esta tesitura nos encontrábamos cuando al comienzo de una canción poso la mirada al final de la sala, hacia unos bultos brillantes que habían llamado mi atención y que había visto por el rabillo del ojo.
Y allí estaban. Cinco culos cinco en pompa y carne, en fila, como dispuestos a ser parte del chiste del Apelo XIII. Pero lo más turbador, claro, es que se trataban de bullates femeninos, lo cual hacía extraña la visión, despojada de los pelazos y matojos propios de la situación. Ciertamente, hacían honor a su nombre. Cinco calvos como cinco soles.
Aguantando la risa aparté la mirada y seguí con lo mío, intentar afinar alguna nota que otra de vez en cuando. Cuando acabó el concierto intenté reconocer a las propietarias de los mofletes que había divisado, pero claro, me fue imposible. Por mucho que les explicara la situación, ninguna chica del local me dejó inspeccionarle el culo.
Ese gesto que ya sobrepasa hasta a las chonis... si hubieran sido las tetas a lo mejor si, pero, ¿Donde estabáis tocando?. Anda que...
ResponderEliminarNos hizo gracia el gesto, jejeje.
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